martes, 19 de enero de 2010

Todo cambia

"Cambia todo", dice Julia mientras le sirvo agua en su vasito.

"Antes los daban antes de comer, después en la mitad, después al final".

Interpreto que tiene que ver con su almuerzo en el jardín, se lo pregunto, y repite, "sí, antes etc."



Me sale un "y bueno" simplemente porque el aire se transforma en palabra, tratando de respirar para ver por dónde viene.



"Sí, y antes tus muebles de la terraza eran grandes", dice mirándolos con sus graves ojos azules como bolitas, "y ahora son chiquitos, mirá, me dan por acá" y se toca alguna parte de sus piernitas.



"Y Lola (mi cachorra recientemente adquirida con el fin de conjurar la más absoluta soledad) no estaba, y todo era más tranquilito..."



"No te gusta que esté Lola, verdad?", le pregunto sabiendo que es así, que está celosa, se lo digo, contesta "si, estoy celosa". Lola le hace la vida imposible, le saca los juguetes, y ella, con esa ambivalencia de una cachorrita de cuatro años, la pelea, le pega, le gusta, se siente atormentada, llora y grita porque "me muerde, me araña, me lastima, sacála de acá".



Hasta ahí, la descripción de una conversación de una abuela con su inteligente y expresiva nieta. Y aparece: inevitablemente aparece la pelotuda psicóloga (o por ahí psicologizada, es decir, con la necesidad de decir algo "útil" :(útil para quién, para la niña, que no ha dicho nada más que lo descrito?, o para la abuela, que comienza a abotagarse por la angustia que le produce su interpretación de la cosa: padres recién divorciados, padre que deja la casa, padres que la aman y siguen haciendo su vida feliz, al punto que puede expresarse como dije antes).



Entonces, zás, ahí va: "sí, y también cambió que papá se fue a vivir a otra casa, no? - esperando quizá...no se me ocurre esperando qué.



Me contesta, o expresa de la misma forma que yo lo hice al principio: "Y sí...". "Y bueno...".



Nos quedamos las dos en silencio hasta que finalmente una de nosotras, seguramente ella, dice "vamos a jugar a la lotería?".



Faltó lo escencial, aunque cuando se lo digo por teléfono me dice: "sí, ya sé". Lo único a decir: "Sabés, Cuqui, hay cosas que no cambian nunca. Yo voy a quererte siempre. Y mamá, y papá...". Y escucho ese maravilloso "Sí Memé, sí, ya lo sé."



Nunca me costó tanto finalizar una llamada telefónica. Pero una sonrisa permanece ahí, dentro mío, cada vez que recuerdo su respuesta.

viernes, 6 de febrero de 2009

EL TEMA DE LAS MIRADAS – O: La Prostitución del narcisismo - O: Reflexiones a los 50






Se dice desde el psicoanálisis: “Uno es por la mirada del otro”.

Es así que el bebé puede conocerse, tener una noción de sí mismo por vez primera, cuando su madre lo sostiene frente al espejo, y al verla, la reconoce, y por lo tanto, re-conoce a ese niño que ella sostiene, es decir, a sí mismo.

Creo sinceramente que algo de esto sucede, y he tratado de demostrármelo empíricamente cada vez que puedo, es decir, con mis dos hijas, siendo bebés, y hoy día, con mi nieta. Pude comprobar el alborozo, el gozo de estas tres niñas todas las veces que hacía este ensayo. Y, ni que hablar, comprobar el mío. (Mi gozo y mi yo).

Hoy se me ocurrió reflexionar acerca de lo que somos luego, a partir de esas miradas. Infiero que seguramente, en la medida en que uno se va haciendo grande, puede adquirir mecanismos para conservar, por decirlo de alguna manera, las diferentes miradas aportadas por el/los otros a lo largo de su vida, y contrastarlas con la suya propia, la que pudo ir construyéndose, es decir, la que ve hoy en su espejo. Parece simple, no? Pues no. No lo es, en absoluto.

Depende seriamente de esas primeras miradas recibidas en la más tierna infancia, la capacidad de mirarse, por lo menos, con cierta benevolencia. Y ni te cuento la de mirar a los otros con alguna (benevolencia). Eso es cierto. Pero hay más.

Un amigo me arrimaba aquél cuento tan lindo del tipo que quiere cruzar un pequeño arroyo y le pregunta a un niño que se encuentra en la otra orilla: “cómo hago para llegar al otro lado”, y el niño con su “lógica inapelable” (cito a mi amigo Gustavo), le contesta: “ya estás del otro lado”. Esa cuestión del punto de vista desde el lugar donde se mira. Es lindísima esa historia. Y viene a cuento.

También es muy lindo y elocuente aquél cuentito del cachorro que entra a un lugar donde hay mil cachorros como él, y sonríe, y le sonríen, y se siente bien y tiene ganas de volver a ese lugar todo el tiempo. Pero hay otro cachorro que entra, tiene miedo, no sólo no sonríe sino que ladra, amenaza, y los otros mil como él le ladran y amenazan también. Y no quiere volver a entrar jamás, nunca. Sólo que, la gracia del cuento, es que, al salir, en ambos casos, alguien pudo comprobar que dentro sólo había miles de espejos. Y no miles de otros cachorros.

La cuestión es: siempre miramos al otro en función de nuestras necesidades, de nuestros sentimientos. Siempre. Si en esa díada tan especial madre-hijo se produjo algo más que una mirada plagada de necesidades mutuas, si hubo un genuino y generoso don (la capacidad de dar lo que no se tiene), probablemente esa madre y ese hijo se mirarán a sí mismos, en el devenir del tiempo, con un narcisismo un poquito menos prostituído. Por ejemplo, no trataremos de hacer las cosas bien buscando la sonrisa de los otros; y tampoco miraremos una imagen desoladora de nosotros en el espejo; y hasta discerniremos, en el acierto o en el error, una cierta realidad con respecto a quienes nos rodean:. “Yo soy éste, y ese que mira, además de poner en marcha sus necesidades, también me mira a mí. Y quizá: “Ese que está ahí, más allá de lo que necesite de mí, o de lo que yo quiera pedirle, es de tal o cuál modo”.

Es bien complejo lo que trato de plantear. Se trata de una sucesión de imposibles.

Es imposible el conocimiento de alguien. Sólo existen aproximaciones, extremadamente teñidas por las (peores) aproximaciones que tenemos de nosotros mismos.

Es imposible actuar independientes de la(s) miradas ajenas. Y uso la palabra “ajena” a propósito, aunque podría decir: de la(s) miradas de los otros. Se vale, también, como dicen los adolescentes. Es que quería referirme al otro en nosotros, a ese otro, a esa otra parte, a esa “ajenidad” que puede por momentos disociarse: Apartarse y mirar, “como me miraba mi madre, como me miraba mi padre, como me miraban mis amigos en la más temprana infancia, como me miraron mis maestros, abuelos, jefes, compañeros de militancia”. Sucede que a veces ese “otro” es fiscal, a veces juez, a veces abogado defensor, y a veces, muchas, ausente.

Desde todo este enredo que intento esbozar aquí, es que surge la siguiente afirmación: Uno sigue siendo, siempre, por la mirada del otro. Tercer imposible: conocerse a uno mismo. Aquél griego se equivocó. (Digo, por aquello de “conócete…”).

Entonces, cuando se trata de épocas narcisísticamente fructíferas, cuando somos niños bien investidos, alumnos queridos, parejas amadas, madres o padres idealizados por los hijos, pacientes (por qué no) narcisidados por ese amor analítico que cuando se da, te la voglio dire, en esos tiempos producimos, gozamos, honramos la vida como le gusta decir a algunos. Sentimos que ligamos bien. Hasta culpables, nos sentimos a veces.

Ahora, cuándo crecen nuestros hijos, no tenemos una pareja, ya no tenemos pacientes, nuestros padres no están más, y los amigos, los compañeros, todos en la misma, salen corriendo ante ese cachorro que ladra porque tiene miedo, entonces, agarráte Catalina, pero agarráte fuerte, porque el espejo se tambalea como en el medio de una gran resaca. Te emborrachaste de amores, de muchos, te quisieron mucho, fuiste muchas cosas, pero ahora estás sobrio y sin los benéficos efectos de esa borrachera de amor. Tratando de controlar el espejo para que el vaivén no te maree más, y puedas intuir algo de la imagen proyectada. Y comienza la terrible prostitución narcisística: actuar para que el otro me quiera, para que me quiera más, para que me escuche, para que me entienda, para…Jooder!, dijera Manolo.

Si es así de difícil la cosa con el otro que llevamos dentro, lo qué será con el otro próximo, mi prójimo. Ya decía uno: “Ama al prójimo como a ti mismo”. Ese también se equivocó, como el griego de antes. Qué cosa difícil, ché… ¿Estará el narcisismo de mi prójimo tan prostituído como el mío? ¿Hace lo que hace para que yo lo ame, o así es él? Cómo hago para amarlo mejor? Y, para complicarla un poquito, desde qué orilla estoy mirando? (¡Mejor me voy!).


En fin, como decía mi abuela: “m’hijita, mejor no pensar”. (Aunque, para ser justa con mi abuela, yo creo que ella trataba de decirme “chiquita, no te preocupes, está todo bien”, y seguramente no era de estas cosas de las que hablábamos, diosnoslibre! Pero que conste: es a una de las pocas personas a las que yo le creía todo; todo menos eso, porque me la pasé pensando, siempre; quizá por eso produciendo poco). Me parece, además, que si pudiera hablar hoy con ella, (¡qué magia, qué magia tendría esa conversación!), creo que le diría: “Sabés que pasa, abuela, que si no pienso, no entiendo, y si no entiendo, me vuelvo loca. Y vos, caramba, no vas a estar más aquí para cuidarme”.




Montevideo, 16 de octubre de 2008

CHIRIMBOLO

REQUIEM POR EL CHIRI




¡QUE LÁSTIMA!



¡Qué lástima
que yo no pueda cantar a la usanza
de este tiempo lo mismo que los poetas de hoy cantan !

…………

Sin embargo…
en esta tierra de España
y en un pueblo de la Alcarria
hay una casa
en la que estoy de posada
y donde tengo, prestadas,
una mesa de pino y una silla de paja.
y un libro tengo también. Y todo mi ajuar se halla
en una sala
muy amplia

………….

Cosas de poca importancia
parecen un libro y el cristal de una ventana
en un pueblo de la Alcarria,
y, sin embargo, le basta
para sentir todo el ritmo de la vida a mi alma.
que todo el ritmo del mundo por estos cristales pasa

…………..

¡Oh, esa niña! Hace una alto en mi ventana
siempre y se queda a los cristales pegada
como si fuera una estampa.
¡Que gracia
tiene su cara
en el cristal aplastada
con la barbilla sumida y la naricilla chata!

…………..

¡Pobre niña! Ya no pasa

……………
Que un día se puso mala,
muy mala,
y otro día doblaron por ella a muerto las campanas.

…………..

Todo el ritmo de la vida pasa
por este cristal de mi ventana…
¡Y la muerte también pasa!

¡Qué lástima
que no pudiendo cantar otras hazañas,
porque no tengo una patria,
ni una tierra provinciana,
ni una casa
solariega y blasonada,
ni el retrato de un mi abuelo que ganara
una batalla,
ni un sillón viejo de cuero, ni una mesa, ni una espada,
y soy un paria
que apenas tiene una capa…
venga, forzado, a cantar cosas de poca importancia!


León Felipe – Autorretrato – “Qué Lástima” (fragmento)
En: Versos y Oraciones de Caminante -
Madrid – 1920



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Era como Platero. Pequeño, peludo y suave.
Lo vi sólo una vez. Mi nieta iba y venía corriendo desde la ventana donde podía ver la vereda, ansiosa por anunciarme su llegada. “Es blanco, Memé!...es blanco, ya vi algo blanco!”

Le dí permiso para venir, sólo porque sabía que necesitaba que yo lo conociera. (O quizá porque ella sabía que yo necesitaba conocerlo).

Se lo habían dado por reyes, el 6 de enero de 2009. Tuvo que morirse (lo ayudaron en una veterinaria), el 3 de febrero del mismo año.
Poco tiempo, no? Poco, pero suficiente para angustiar a una niña de 3 añitos, a sus padres que sumaban su angustia a la de ella, y a quién escribe. Y no por el Chiri, eh?
A mí el Chiri me importa un pito. Me importaba y me sigue importando un pito.

Chirimbolo E.T. Elisalde, así me dijo que se llamaba.
“Memé, cuando lo extraño, digo: chiri, chiri, chiri,”, me contaba mientras cruzaba sus bracitos sobre sí, abrazándose.
“Me muerde, pero yo le enseño… No, no me muerde, mordisquea, para que le crezcan bien los dientitos”.
“No sabés, Memé, es un perro tan inteligente! Ya sabe donde es su baño, hace pichí y caca en el diario, y duerme en una toallita, debajo de la cama de mamá”.
Su mamá, de quién dije, ese mismo día que conocí a Chiri, que se había comprado el perro para ella, que nunca la había visto tan contenta en sus 30 años, perrera desde siempre y que contaba, más o menos en el mismo tono que la Cuqui, las mismas cosas, sólo que con un sentimiento de profunda y grave importancia, cómo cuando me cuenta algo de la EMAD, o habla de sus sesudas reflexiones sobre la vida.

No sé cuál de las dos me dio más pena.

Tuvimos que enterrar al Chiri mi otra hija y yo. Obviamente, nosotros podíamos. Y fue ese día, con ese nudito en la garganta, el mismo que siento ahora mientras escribo,
Desde ese día decidí, por muchas cosas de poca, poquísima importancia, que el Chiri se merecía este Réquiem, cortito, modesto; salvando todas las distancias, a la manera del querido León Felipe.






Montevideo, 6 de febrero de 2009

Encuentro

Anécdota: Una mujer, preparándose para un encuentro. Cancela todas sus actividades, incluida la promesa de buscar a su nieta para llevarla a pasear, con la desilusión que esto conlleva para una pequeña niña de tres añitos. Con la justificación de que es “justo y necesario”. La abuela lo necesita. Mucho.

Se viste, se acicala, en medio del nerviosismo y la ilusión más intensos, su miedo y su deseo privando sobre todo sentido común. La expectativa, el resurgimiento de emociones intensas, guardadas por años en algún lugar del alma. Se esperanza….
Ahora sí, ahora encontrará lo que tanto anheló desde el comienzo de su vida de mujer, desde aquella vez, con escasos 20 años y monedas, en que se enamoró de un ideal, con espantoso desenfreno. Desde aquella vez, en que, durante, también escasos 30 días, vivió dentro de la montaña rusa más despiadada, la que le causó tanto miedo, tanta adrenalina, tanto placer, tanta desilusión. Ni siquiera recuerda en qué orden. Tanta cosa, en realidad…

El encuentro dura poco, poquísimo. Tiene frente a sí a un hombre intenso, más que interesante, que habla sin parar y casi sin escuchar (se regodea en hablar de sus defectos y virtudes); expone, crudamente, sus necesidades, sin atisbo de ternura. Quizá con un toque “amigable”, ciertamente. Expone su deseo, y sólo necesita confirmar que del otro lado hay alguien que siente lo mismo, y que está dispuesta a dar cualquier cosa con tal de obtener algunos minutos de…sexo? No, seguro que no de sexo. Nunca sabrá, a ciencia cierta, cuáles son las necesidades reales de este hombre, que ciertamente le gusta, la interpela, le provoca cosas. Pero que carece de la sutileza necesaria para conquistarla del todo. Nunca sabrá si ese hombre pudo siquiera intuir cuáles pudieran ser “sus” necesidades. Las de ella. Quizá tampoco “sus” necesidades. Las de él. No hubo tiempo. No hubo “necesidad”. Narcisismo y fobia, inseguridad y megalomanía, todo desplegado en un ratito. Y alguna carcajada de ambos, algún momento de despiadada seducción (también de ambos).

A escasos 40 minutos, tolera silenciosamente que el hombre se levante sin aviso de la mesa de café que los alberga; que se vaya prácticamente corriendo. Actividades, previstas. Previstas por él, con absoluta ignorancia por parte de ella. Convencido, creo, que había sido suficiente, que “ya está”, que ella lo esperaría siempre, porque él se lo merece, es casi un premio para una mujer. Será que fue eso lo que él pensó…lo que sintió? La duda quedará ahí, por siempre.

Nunca, en mucho tiempo, se sintió tan sola, ni tan triste.

Piensa: “estuve a punto de cometer el peor error luego de tantos años de aprendizaje de vida.” Por las razones que sean, la invade un sentimiento de dolorosa paz. Se queda un rato sola, sale sin rumbo, fuma un anhelado cigarrillo, y vuelve a su casa, triste, dolida y en paz. Esa paz de los sepulcros, quizá; pero, más que nunca, segura de lo que quiere. O, por lo menos, de lo que no quiere.

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- 2 -


Con la seguridad (y el engaño que ella conlleva), puede decir algunas cosas de sí:

Sabe que es básicamente buena.
Sabe que no le gusta la transgresión, en ningún aspecto de la vida.
Sabe que no tolera la infidelidad, ídem.
Sabe que, en cualquier circunstancia, aún la más demoledoramente excitante, necesita la ternura.
Sabe que la clandestinidad es algo que conoce bién, que soportó obligada durante años, y no le gusta. Desde el momento en que pudo ser libre, en que muchos pudimos ser libres, supo que no se embarcaría nunca más en una actividad clandestina, de ninguna índole.

Sabe que se está más sola que nunca cuando quien esta con ella habla mucho de sí, y no le pregunta nada. Lo sabe familiarmente, profesionalmente; lo sabe porque lo ha vivido a diario durante tantos y tantos años: escuchar, sonreír, tolerar el silencio propio, porque de eso
se trataba, en general: escuchar las necesidades de otro. Las suyas, postergadas, las escuchaba en silencio. Era necesario. Era esa la tónica. Era bueno que así fuera, para ambas partes.

Existen, sin embargo, otros recuerdos. En las poquísimas situaciones en que eso no sucedía; en las cuales las pautas eran otras. Era cuando surgía el enamoramiento, el deseo, la ternura. Esas poquísimas situaciones que se parecían al amor. Y siempre, siempre busca recrear eso: el vibrar al unísono, con ternura, con disfrute de contar con el otro, siempre, incondicionalmente, palenques mutuos donde rascarse. Mutuos. Al unísono. Y la protección… esa cosa inefable que, sumada al enamoramiento y la idealización, provocan la magia de estar, de sentirse viva, plena, casi feliz.

Nada de eso que puede tibiamente recordar sucedió en la Ciudad Vieja esa tarde con lluvia finita, con expectativas enormes, con desilusiones que lo fueron más.

Por suerte, quizá, tuvo la posibilidad de recordar cómo es, y qué cosas quiere. La posibilidad de seguir siendo fiel a sus convicciones, a sus imposibilidades, a su indeclinable renuncia al placer en aras de esa poca sabiduría de sí misma, que siempre sabe más.

Vade retro….